jueves, 29 de diciembre de 2011

Capítulo 19 / La marca

Jul no sabía donde lo llevaban, ni mucho menos para qué su amo lo sacaba de la casa en compañía de Bom, tan bien vestidos. Este, sin embargo, si conocía el objetivo del paseo hasta la casa del amo Tano, puesto que ya lo había llevado allí su dueño en anteriores ocasiones.

La casa a donde se dirigían era una vieja ganadería abandonada, sita a las afueras de la ciudad, donde se reunían varios amos para marcar a sus esclavos, aprovechando que Tano tenía que fijar su impronta personal de propiedad sobre la piel de alguno nuevo. A Bom esa ceremonia lo estremecía y le erizaba el vello de todo el cuerpo y agradecía a su señor que no le gustase estropearles el cuerpo y la piel a sus perros con mutilaciones o señales permanentes.

También sabía que su amo iba sólo como invitado y nunca participara en la rapa y marcado de su ganado como el resto de los asistentes. Pero Jul estaba inquieto y no paraba de moverse en el asiento trasero del cuatro por cuatro que conducía Manuel. Bom, sentado a su lado, lo miraba y quiso tranquilizarlo poniendo su mano sobre la del cachorro a hurtadillas de su dueño, ya que nunca se hubiese atrevido a hablarle sin orden de su amo. Ambos muchachos sonrieron por su complicidad y volvieron sus caras al mismo tiempo hacia el cristal de su ventanilla como mirando el paisaje.

Las últimas casas dieron paso a los campos sembrados algunos, otros yermos o poblados de árboles, y tras un incierto número de kilómetros llegaron a la entrada de la casa del amo Tano.

Un portalón, rematado en medio círculo sobre el que se veía el hierro de una ganadería de reses bravas con herrumbre de años encima, les saludo al pasar bajo su arco y pronto estaban ante la puerta de una construcción, algo más conservada que el resto, que en su día debieron ser almacenes o establos.

Salieron del automóvil y siguieron a su señor saliéndole al paso un hombre fuerte, de unos cincuenta años, con vestimenta de faena pero sin pantalones ni camisa. Su cuerpo lo cubría solamente con un chaleco y unos zahones de cuero y botas camperas. Manuel lo saludó con un abrazo y con un gesto señalo a sus dos perros, como mostrándoselos a su amigo, que no era otro que el amo Tano.

Y al traspasar la puerta, Jul empezó a comprender que es lo que pasaba en aquel lugar. Se trataba de una fragua antigua, acondicionada para el marcado de reses, que ahora se utilizaba para hacer lo mismo con los esclavos. Miró instintivamente a Bom y éste le sonrió otra vez, queriendo decirle que no les pasaría nada malo yendo con su amo. En la misma entrada los dos perros se desnudaron y solamente sus collares adornaban sus cuerpos.

En el centro del recinto estaba colocado un yunque de herrero, encajado en un tajo de madera fuerte y con dos argollas, también de hierro acerado, incrustadas a cada lado. A un costado de ese prisma férreo, el fulgor de las brasas incandescentes de un pebetero, con hierros al rojo dentro, cortaban la respiración al más pintado.

Y formando un semicírculo se sentaban los amos, con los perros a sus pies, para ser testigos del marcaje de esclavos. También había cadenas con grilletes, que pendían de una gruesa viga, supuestamente para colgar a un puto perro y azotarlo brutalmente si intentaba resistirse a su destino de llevar por siempre el sello de su señor grabado a fuego en la piel.

Ese día se reunían media docena de amos que llevaban con ellos a varios esclavos, de todo tipo y raza. El anfitrión hizo los honores a sus colegas y repartió el turno para el grabado de perros, reservándose ser el primero. Marcaría a dos jóvenes mulatos que había adquirido hacía una semana tan sólo. A Manuel no lo incluyó en la lista, porque sabía de sobra su rechazo a estropear las pieles de sus preciosos cachorros, y dio comienzo la rapa y marcaje.

Primero les rapó el cabello a los dos perros mulatos y después ató sobre el yunque a uno de ellos, mostrando el culo del animal a los otros amos asistentes al acto. Y lo sujetó por la cintura con una correa bien apretada a la carne del muchacho y enganchada a lo aros de hierro del tajo de madera. Otros dos esclavos estiraron los brazos del chico, agarrándolo por las manos, y otros dos le abrieron las piernas, amarrándolas con fuerza para mantenerlas con los pies en el suelo.
Tano, se acercó al brasero y sacó uno de los hierros, encendido y humeante, en cuyo vértice se veía su emblema de ganadero. Una T encerrada en un círculo.


Y después de enseñarlo a los otros amos lo plasmó sobre una nalga del puto cachorro, que lanzó un grito desgarrador y se contrajo como un gusano al que un chiquillo clava en la tierra con una astilla.

El chisporroteo y el olor a carne chamuscada hizo que Bom viese para otra parte y Jul mirase a su amo con ojos brillantes, que pudieran interpretarse como de agradecimiento por no lo someterlos a semejante tormento, pero Manuel, atento a sus perros, le respondió clavando sus ojos en el fondo de los del muchacho y negando levemente con la cabeza. Porque solamente él comprendía el significado de lo que Jul le decía. Y por dentro murmuraba: “No... No amado mío. Aunque lo deseas no puedo atentar contra la piel de ese culo que nunca me cansaré de besártelo... Mi marca la llevarás en el alma. De ahí nunca jamás podrán borrarla”. Y volvió la vista al culo abrasado del joven mulato, que echaba humo como un cochino recién salido de la parrilla. El joven perro de Tano se había desmayado y tuvieron que retirarlo los dos esclavos que lo habían agarrado por las muñecas.

Jul miró al suelo durante el resto del herraje de esclavos y Bom casi sufría más que los propios perros una vez que los hierros de sus amos lucían en sus culos. Los azotes, las descargas o cualquier otro castigo de su amo no le parecía ni la mitad de terrorífico y doloroso que el ardor tremendo de un hierro candente quemando la carne y dejándole la indeleble cicatriz de una marca. Pensaba que el escozor tendría que ser insufrible y hasta se le encogía el pito sólo de imaginarlo. Era valiente, pero aquello le sobrepasaba el ánimo. Estaba seguro que su amo lo llevaba a ver eso con la intención de amilanarlo y arrugarle el alma por lo chulo que se ponía con otros perros cuando había pelea.

Ya quedaba un esclavo solamente por pasar por el yunque y Jul miró a su amo otra vez, casi llorando. Manuel estuvo a punto de levantarse y arrearle un hostión que le pusiese la cara del revés, pero se contuvo y cerró los ojos. “Jodido cabrón!, pensó. Será posible con este puto masoca de la hostia!... Me está rogando que lo marque!. Y su piel no se la estropeo y menos en el culo... Y si no es por el hecho del dolor y el sufrimiento?... Si realmente quiere sentirse mío hasta el punto de que le imprima mi sello en el cuerpo así como lo lleva en su corazón?... El puto niñato me vuelve loco.... Por que no será tan simple como este guapo mastín que tengo a mi lado!. Y mira que cara pone el cachorro de los cojones. El mismo se pondría corriendo sobre el tajo para que le grabase a fuego todo mi nombre, letra por letra, sin necesidad de atarlo con correas. Y es tan guapo el muy hijo de perra y se entrega de tal modo, que me tiene emputecido y enchochao, el puñetero cabrón!”.

Y el último amo finalizó la faena con el tercero de los esclavos que llevó en esa ocasión. Y Tano dio por terminada la jornada de trabajo, para distraer el hambre con un buen jamón y otros embutidos y quesos, regado con excelente vino de la tierra. Pero, simplemente por cortesía, dijo: “Manuel, amigo mío, como siempre supongo que tampoco esta vez harás uso de tu hierro. De todas maneras sabes que también está en el brasero, por si acaso”. A estas palabras siguió un silencio pesado como el mismo yunque y espeso como el olor del humo de la carne quemada, cuyo sufrimiento ya atendían en un rincón otros esclavos. Jul no había apartado los ojos de los de su amo y Bom los miró y por primera vez sospechó algo. No podía ser cierto, se dijo para sí mismo el mastín. Mi amo no le hagas caso al cachorro, suplicaba en silencio pero empezando a llorar. No nos marques por piedad, decía su corazón.

Y Manuel habló: “Lo voy a usar”. Bom se quedó más tieso que la mujer de Lot huyendo de Sodoma y el cabronazo de Jul esbozó una sonrisa cerrando los ojos. “Por cual quieres empezar?”, pregunto Tano. “Sólo marcaré a uno”, contestó Manuel sin sacar la vista de la cara del cachorro. “Cual de los dos?”, insistió el amo Tano. “Este”, dijo Manuel señalando a Jul, y añadió: “Todos sabéis que nunca fui partidario de dejar cicatrices sobre el cuerpo de mis esclavos y que Adem siempre ha conseguido que no quedase impreso en ellos ni el látigo ni la fusta, pero a esta zorra hay que atarla en corto y marcarla por si acaso algún cuatrero intenta robármela... Por eso la señalaré para siempre con mi hierro, que va a tener el privilegio de estrenar, y no hace falta que lo ponga nadie sobre el yunque. Yo mismo lo llevaré y lo marcaré ayudado por mi otro esclavo... Vamos Jul. Y tú, Bom, acompáñanos”.

El dolor del corazón de Manuel era tan inmenso como la alegría del de su cachorro por el regalo que su amo iba a hacerle. Y ciertamente no buscaba el dolor físico de una quemadura en su carne, sino la satisfacción de reflejar en su piel la marca de su señor, que ya desde el primer día llevaba en su espíritu de perro esclavo.

Manuel comprobó su hierro y en su punta ardía una pequeña eme en arco y sin picos, coronada por un triángulo invertido, que humeaba incansable, y lo volvió a introducir en el fuego. Esta marca era la que Manuel aún no había puesto a ninguno de sus perros:
Ѫ
El amo sentó a Jul en el hierro acerado del yunque, aún caliente por el vientre de los antecesores, y le dijo a Bom que se colocase detrás del cachorro. Al mastín no le pasaba la saliva por la garganta y las lágrimas corrían desbocada por sus mejillas. Jul estaba sereno y sólo tenía ojos para ver los de su amo. Manuel, le dijo al cachorro que se echase hacia atrás y se agarrase fuertemente a la cintura del mastín y alzase las piernas todo lo posible. Y así lo hizo. “Ahora (añadió mirando a Bom) sujétale las piernas por los tobillos y no permitas que las mueva para nada. Y cuando yo te diga se las separas del todo, tirando de ellas para atrás, obligándole a levantar más el culo y enseñar bien el ojete. Y el perrazo así lo hizo también.

Manuel pasó los dedos por la piel de Jul, justo en medio de la entrepierna, debajo de los huevos, en ese corto espacio que va hasta el ano, como caminando sobre la ligeramente abultada costura que separa las dos mitades del cuerpo. Y todos supieron donde iba a marcar a su cachorro con aquel ardiente emblema.

Jul cerró los ojos. Bom no quería ver, pero tenía que mantener al cachorro quieto, y Manuel cogió su hierro y sin pensarlo dos veces impactó con la letra al rojo en la entrepierna del muchacho, que levantó los párpados de golpe, al igual que su pene erecto. La carne del chico chisporroteó y éste ahogó un chillido en su garganta. Soltó unos chorros de semen sobre su pecho y se desvaneció con los ojos en blanco. El chico, inconsciente ya, se meó encima del vientre. Bon no podía reaccionar y el olor dulzón a chamusquina le embotaba el olfato. Manuel, tiró el hierro al suelo y se abalanzó sobre Jul abofeteándolo en al cara y haciendo que volviese a este mundo.

Entonces, con los ojos inyectados en sangre y lágrimas, el amo, como poseído por un ser infernal, sacó la verga, tiesa como un obelisco, y poniendo las manos en los muslos de su mascota, delante de toda la concurrencia, lo penetro y lo folló, hasta vaciar su propio ser, mirando fijamente los rebordes negruzcos de la yaga enrojecida, que formaban la letra de su nombre con un triángulo clavado en su centro. Era el testimonio imborrable de la herida que el amor de su perro predilecto le había causado en el corazón.

Jul estaba exhausto y ya no podía distinguir si el escozor procedía de su entrepierna o del agujero del culo. Sólo se percataba que le dolía y que su alma estaba plena de gratitud a su señor. Manuel hizo una señal a Bom para que soltase al chico y lo cogió en brazos, medio inerte, diciendo: “Tano, donde puedo curarle la herida y aliviar su dolor”. Y el otro amo contestó indicando una puerta: “Ahí tienes la enfermería”. Manuel le dio las gracias y le dijo a Bom que fuera con él a atender a Jul.

El resto de los amos y sus esclavos, incluso los doloridos por las quemaduras, guardaron silencio al ver salir a Manuel con sus dos perros. Manuel depositó a su cachorro sobre una camilla y le ordenó a Bom que fuese a recoger la ropa para irse a casa. Solo con el muchacho, el amo alivió la herida con pomadas y la cubrió con un apósito esterilizado, al mismo tiempo que le susurraba: “Eres un puto cabrón, jodido!... Has logrado romperme los esquemas, muchacho. Tendría que matarte para librarme de ti, pero te amo... Sí!. Has conseguido lo que nunca hubiese logrado otro. He perdido los papeles ahí dentro por tu culpa....Y no te sonrías, hijo de perra, que te rompería la cara de una hostia.... Pero esto te va a costar muy caro. Ya lo verás, so zorra...Sé como castigarte y tú lo sabes también... Pero ahora sólo puedo besarte y decirte otra vez que te quiero... Jul, me has sorbido el coco y no podré librarme de ti jamás”. El chico no dijo nada, pero su sonrisa y la alegría de su mirada no necesitaban palabras y se dejó besar por su amo.

“Ya estas aquí, Bom. Vístete y guarda la ropa de Jul. Lo llevamos envuelto en esta sábana. Durante el camino a casa, recuéstale la cabeza sobre tus muslos y te permito que le hagas alguna caricia”. Le dijo el amo a su mastín, que le respondió como un niño al que le acaban de regalar un juguete: “Sí, mi amo. Lo cuidaré bien. Ha tenido que dolerle mucho, mi señor!. “Bom (contestó el amo), tuvo lo que se merecía. Y además se lo ganó a pulso, el muy cabrón”. “No le castigues más, amo”, añadió el noble perrazo angustiado. “Por esta vez te perdono que hables sin preguntarte y digas una impertinencia sobre lo que no está en tu mano evitar, pero con esta puta no sirven los látigos ni los otros castigos que tu piensas... No sufras por él, mi fiel Bom. Ya sé que le quieres”. Le respondió el dueño a su leal mastín y partieron hacia su casa.

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