Se franqueó la puerta principal de la casa pasada la media tarde y comenzaron a llegar los primeros invitados a la fiesta del cumpleaños de Manuel.
Todo estaba dispuesto en el patio y el salón que formaba un todo con el primero al abrir de par en par sus puertas de doble hoja.
Los amos, de edades, tipos y colores diferentes venían con los perros de mejor ralea de sus traíllas, tan variopintos como sus dueños, formando reatas, como caballerías, si traían más de dos. Adem los recibía en la entrada y cada cual se acomodaba como mejor le parecía, probando exquisitos bocados y apurando vinos hasta que su anfitrión se uniese a ellos.
Los señores exhibían a sus esclavos, en condición de siervos o perros, mirando unos los de los otros e intercambiando opiniones sobre las diferentes artes de doma y sometimiento. Y de pronto entró Manuel, precedido por sus tres cachorros, que caminaban gateando al unísono sujetos a la mano izquierda del amo por sendas cadenas.
Geis llevaba arreos de charol colorado, consistentes en un tanga, brazaletes y tobilleras, además de su collar, y rematado por la acostumbrada colita en el culo. Los de Bom eran de cuero negro, tachonados en acero mate, y cubría los genitales con un jock de piel en lugar de tanga, dejando ver el vello recortado que brotaba en el inicio de su polla. Jul estaba desnudo y lucía al cuello su collar de plata y una sombra de vello púbico sin rasurar del todo, que delimitaba el final de su precioso bajo vientre. Y Manuel estrenaba un arnés cruzado en el pecho, con muñequeras y slip en fina piel, con bragueta de cremallera, y las botas de media caña con cordones, negras y lustrosas, a juego con el resto del atuendo.
Saludó a sus colegas y tomó asiento al lado de una mesa, con sus perros postrados a sus pies. Y dio la señal para que comenzase el jolgorio. Unos siervos traídos al efecto servían a los comensales, que, unos más y otros menos, se atiborraban de lo que les apetecía, lanzando algunos pedazos a sus perros que se disputaban el regalo del amo. Aunque algunos, mal adiestrados, se mordían e intentaban montarse, o abriendo las patas buscaban que otro lo cubriese, y sus dueños tenían que restablecer el orden a correazos calentándoles la espalda y las nalgas. Y otros perros si no lo hacían, era porque llevaban cinturones de castidad que encerraban sus vergas o les taponaban el ojo del culo.
Manuel apenas picaba alguna cosa y le dejaba en la boca de sus cachorros un poco de lo que él mismo comía, Pero si Bom y Geis lo agradecían contentos, Jul lo tragaba a la fuerza ya que por su garganta sólo pasaba su propia saliva mezclada con la pena, que como un fiero depredador anidaba en su corazón. Manuel lo miraba todo y sólo veía a sus propios perros, sobre todo al melancólico muchacho cuyo estado psíquico le quitaba el sueño sin poder evitarlo.
Llamó a Bom para que se acercase y arrimándolo a su pierna por la cadena y le puso una mano sobre la testa. El mastín se puso hasta mimoso del gustazo de ser distinguido en público por su dueño con ese afecto. Pero Jul ya no tenía ni ganas de ponerse celoso y menos por Bom, al que cada día quería más y no era su rival.
El amo, sin verlo, sabía que allí tumbado, apoyando la barbilla en el suelo, era la viva imagen de la desolación. Y tiró de su cadena arrastrándolo sin avisar para ponerlo al lado del otro cachorro. Y no levantó la cabeza hasta que la mano de su señor se posó en ella alternando sus caricias a los dos jóvenes. Geis prefería glotonear un trozo de dulce mientras no le diesen un buen rabo, o por el culo, que aún le gustaba más.
Por fin llegó la tarta con velas que figuraban esclavos hechos de cera con una mecha en la cabeza para prenderles fuego. Y Manuel sopló y los apagó a todos, que ya eran bastantes.
Y ese era el momento elegido por él para abrir su regalo. Y abrirlo literalmente hablando porque se trataba de romperle el virgo para ensancharle el ano definitivamente. Adem, atento siempre a la jugada, desapareció y al regresar a la sala traía al joven africano envuelto para la ocasión en una capa de lamé de plata que le llegaba hasta los pies. Sólo le hubiese faltado un lazo para estar empaquetado a tono con la función que representaba en ese acontecimiento.
Por toda la concurrencia se propagó un murmullo, que acalló Manuel, y lentamente, regodeándose ante los otros amos, desató el lazo anudado en el cuello de la capa y cayó al suelo mostrando el contenido del paquete. Y el paquete del chico es lo que admiró a muchos al verlo de frente. Los anteriores susurros y comentarios ahora eran admiraciones y elogios hacia el cuerpo del cachorro de capa oscura de color antracita. Absolutamente rapado y afeitado en sus partes y sin más trapos encima, destacaba sobre su piel las correas blancas con argolla que ceñían sus muslos sobre las rodillas, así como las que apretaban su cintura, muñecas y tobillos. Y el brillo del acero del collar, se vertía por la cadena que bajaba desde el centro del cuello hasta los pies, donde se dividía en dos ramas para sujetarlos. Al igual que a su paso a la altura de las manos, que también estaban presas con ella.
Manuel giró al muchacho y todos apreciaron la forma de sus caderas, su espalda recta formando un triángulo invertido y las nalgas irresistiblemente redondas, firmes y sedosas. Las piernas eran torneadas con músculos largos que se ensanchaban en los muslos. El amo hizo un gesto y Adem subió al chico a un estrado y engancho las argollas de las correas blancas a otras tantas cadenas colgadas del techo que pendían de un cabrestante.
Manuel dio la orden y el chico fue izado por la cintura a un metro del suelo, quedando como una carpa, con la cabeza, brazos y piernas colgando. Adem sujetó la cadena de cada pié al piso de la tarima, separándolos al máximo, e igual hizo con las manos, como si las extremidades encadenadas del chaval fuesen los vientos de una tienda de campaña. Lazó la polla del chico, dándole al cordel unas vueltas alrededor de las pelotas y la tensó prendiéndola al piso con un mosquete. Todo el mundo guardó silencio y los tres cachorros de Manuel observaban con ojos muy abiertos la ceremonia de iniciación y posesión a que el amo sometía al nuevo perro de la casa.
El amo se acercó al muchacho y colocándose tras el culo, dijo: “Observar todos esta criatura que voy a tomar para mi servicio y ver como entro en su cuerpo tomando posesión de su ser, que será de mi propiedad para siempre. Hará lo que yo le ordene, no tendrá deseo porque en él sólo cabrá el mío. Ni voluntad, ya que será un mero reflejo del capricho de la mía. Simplemente será carne para mi disfrute y placer y nuca más levantará su cerviz ante mí mientras mi generosidad no lo permita. Al igual que dirigirme la palabra sin ser preguntado o permitirse el movimiento sin mi autorización. Sólo copulará y será cubierto y fecundado por quien yo diga, sea señor o simple perro. Y si lo considero digno de aparearse con otro de su casta, lo hará como, cuando y donde yo lo decida. Ahora voy a comprobar la estrechez de su esfínter, que dejará de ser virgen a partir de ahora”.
Manuel le pidió a Adem una varilla de acero de cuarenta centímetros, con punta redondeada y de un grosor algo mayor que el de una aguja para hacer punto, y la introdujo en el apretado ano del chaval, lubricándola con aceite. La cala fue entrando lentamente por el culo y la sacó totalmente limpia. Y el amo añadió, mostrándola a los asistentes: “ Como veis, mi fiel Adem sabe como preparar a un perro para que lo goce su amo. Ni rastro de otra cosa que no sean sus propios jugos y fluidos”. Y pasándosela por debajo de la nariz, prosiguió: “Huele a rosas el culo de este cachorro. Bravo, Adem. Eres un genio para estas cosas”.
Jul palidecía por momentos y no le llegaba la sangre al sentido, mientras que la verga de Bom se destacaba ostentosamente bajo el taparrabos, separándolo de su vientre por la cinturilla. Sin duda a la menor señal de su dueño habría saltado para encaramarse sobre el negro cachorro para montarlo. A Geis todo aquello le daba lo mismo. A no ser la posibilidad que su señor le permitiese al joven africano aparearse con él y que le enquistase en el recto su tremenda y húmeda polla para descargar allí sus bonitas pelotas, que le recordaban a un buen par de bombones de trufa.
Sin más preámbulos, Manuel dejó la sonda y sacó su tranca ya en ristre, la pringó de aceite y embistió al chico por la retaguardia, agarrando con firmeza su ariete, y la entrada de la fortaleza sucumbió al asedio. Se la encastró de golpe, aunando su quejido al del joven perro que aulló como un lobo atravesado por un lanzazo. Al jinete se les crisparon los dedos hincándolos en los ijares de la montura y ésta arañó el aire con los suyos. Aquellas entradas eran dolorosas de cojones y la sacó entera para comprobar que no se había despellejado vivo el pene. Y se la volvió a encajar entre las nalgas empotrándosela hasta tocar con los huevos el agujero. Esta vez sólo el chico gritó como un gorrino, pero Manuel ya lo montaba a galope tendido sin darle resuello. La fricción en la próstata hizo que el cipote del negro creciese hasta alcanzar un tamaño aterrador y su sangre joven, apelotonada en el miembro, lo impelía hacia su vientre como queriendo tocar el cielo. El muchacho pronto empezó a babear, tanto por la boca como por el pito, y su amo quiso estrenarlo corriéndose con él. El cachorro se convulsionó colgado por las cadenas y su dueño lo amarró por las caderas y se inclinó sobre su espalda hasta morderle el cuello, dando sacudidas y empujando con sus riñones, y lo llenó con el germen de su propia vida. Mientras su dueño lo fertilizaba con su semen y a pesar de las ligaduras, él vació sus bolas en el suelo después de rebotar la leche en su estómago.
El amo desmontó. Adem trajo un cono de látex mediano y Manuel se lo insertó en el ano al cachorro para que no vertiese. Y se puso ante la cara del perro para que limpiase su verga con la lengua, ya que aún seguía siendo virgo por la boca y a eso ya le pondría remedio más tarde.
Y se dirigió al sirviente: “Adem, descuelga a este perro y mételo en la jaula que más tarde lo despacharé a gusto. Sácale el tapón y ponle hielo para que se le contraiga el agujero. Quiero regodearme y volver a romperle el culo, experimentando esa expectación que siempre provoca descorchar una botella de champaña”. Y todos aplaudieron y vitoreaban a un amo tan diestro y avezado en la doma y entrenamiento de perros de buena raza. Al joven negro, que ya lo bautizara con el nombre de Aza por su brillo y color, le aguardaban largas sesiones de adiestramiento para poder servir a su dueño como se espera de un puto perro.
Una vez retirado el nuevo juguete con el culo ya desflorado, llamó a los otros tres cachorros, ordenándoles que se subiesen junto a él. Treparon con manos y pies hasta el entarimado, colocándose en hilera a las plantas del amo, y Manuel jaló por le collar a Bom poniéndolo en pie. Y dijo a sus invitados: “Amigos, quiero presentaros al resto de mis perros”. Y sobando la verga empalmada del mastín, por encima del suspensorio, añadió: “Este es la joya de mi casa. Mi campeón. Un luchador que en lugar de sangre corre semen por sus venas y es puro fuego cuando se aparea con otro de su especie”. La mano del dueño se metió en la raja del culo del perrazo y apretándole el esfínter afirmó: “Y meterla aquí es como hacerlo en el cráter de un volcán en erupción. No hay oro en el mundo que pueda comprarlo”.
Y este otro, refiriéndose a Geis, es el refinado capricho de un mandarín del celeste imperio. Y tanto en la boca como en el recto y la mano posee un arte irrepetible para extraerte la última gota de leche que almacenes en tus cojones. Es la meretriz por excelencia. Una puta de lujo”. Geis sólo pensaba que, como regalo de su amo al triunfador de las peleas, Bom iba a montarlo. Pero no tuvo tanta suerte en ese momento.
Se hizo un silencio denso y varios amos se removían en sus asientos. Sus perros enseñaban impúdicamente sus mingas tiesas, nerviosos y calientes como zorras en cuarentena. Jul tenía la frente prácticamente en el suelo y le llegó su turno: Y por último, Jul, que fue mi anterior adquisición”. Ni un relámpago lo hubiese fulminado mejor que oir la palabra “fue” en boca de su señor.
Manuel se agachó y con delicadeza le tocó el mentón y casi susurró: “Levántate”. Jul, con ojos lacrimosos, obedeció sin esquivar la mirada de su amo. Y erguido como su dueño, oyó: “El es lujuria, vicio, su dolor es mi placer y su gozo el sufrimiento para mi deleite. Es el éxtasis de un delirio supremo y ya no importa su físico para atraerme como un oso a la miel de las abejas. Pero su situación es trágica porque si un amo se enamora de su puto esclavo no sufre, puesto que lo coge cuando desea y no tiene que privarse de cualquier otro placer o capricho. Sin embargo si el vil perro, además de adorar a su dueño lo ama, la tortura lacerará su alma de por vida. Y este cachorro es el amor agazapado en mi alma que, como un guerrillero, espera un momento de descuido para asaltar mi corazón...Jul...bésame”. Y no lo exigía, sino que por primera vez en su vida no tomaba lo que era suyo. Se lo pedía como un acto de libre voluntad del muchacho.
Jul, bajó los párpados, entreabrió la boca y juntó los labios con los de su dios. Y Manuel supo que, en un descuido, lo habían poseído con ese beso. El chaval estaba paralizado . Le flaquearon los remos y Manuel tuvo que pasarle un brazo bajo un sobaco para que no se desplomase.
Y prendiendo a Bom de la mano, sin soltar a Jul, bajó del estrado, seguido de Geis gateando a toda pastilla sin perder de vista el abultado paquete del mastín, y Manuel gritó antes de abandonar el salón: “Amigos, se acabó la fiesta y que empiece la orgía”.
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