Las palabras de Manuel abriendo las compuertas para la orgía, sirvió de detonante para el desenfreno general de los asistentes a la fiesta, bajo el persistente control de Adem en cuanto a la intendencia, atención y servicio de todo aquel trajín.
En pocos momentos el olor a carne y sexo llenó gran parte de la casa, y por todos los rincones se veían cuerpos semidesnudos o totalmente en pelotas, que se cogían entre ellos sus órganos viriles para devorárselos a mamadas o clavárselos despiadadamente por el culo. Violencia, pasión, libidinosidad concentrada en espacios de escasos metros, que rezumaban pasión o simplemente lujuria.
Unos amos azotaban a sus esclavos riéndose de sus gritos y lamentos, para terminar violándolos amarrados a las columnas del patio donde los habían atado. Otros cedían a los suyos para que otros señores los probasen y aplaudiesen su adiestramiento. E incluso se montaban espectáculos en los que varios perros vigorosos se apareaban ante la complacencia de sus amos. O luchaban por parejas mientras sus dueños apostaban por el triunfo de los mejor entrenados para la presa.
También los había que sólo miraban lo que sucedía en su entorno, cambiando a veces de escenario, limitándose a que sus esclavos les chupasen la polla. Aunque más de uno, caliente como un burro sin montar hembra en tiempo de celo, enhebraba a un obediente y joven efebo sentándolo en el carajo.
La luna llena y los efluvios de tanto macho sudoroso, lograron que, al llegar la madrugada, se disparasen los ánimos de unos y otros y el aire viciado de semen se colase por sus dilatadas ventanas nasales, que resoplaban como locomotoras a todo gas, puesto que la mayoría tenía ocupada la boca con chorizos de carne magra y dura como la madera de boj. Ni en una bacanal de Tiberio en su residencia de Capri, habría una mayor confusión de piernas y brazos entrelazando los cuerpos de perros esclavos y de sus amos. Uniéndose a ellos los siervos traídos por Manuel para la fiesta, en absoluto despreciables para estas lides. Sin olvidar los sumisos sin dueño que habían sido invitados para utilizarlos como urinarios, con embudos en sus bocas o culos, o por ambos lados a la vez. Aunque algunos amos más comodones preferían usar como bacinilla la boca de sus esclavos y le meaban dentro sin moverse del sitio.
Entre lo más significativo podríamos destacar un par de actuaciones con más carga de morbo y erotismo, como la de un amo joven que, totalmente en bolas y excitado como sus cuatro hermosos cachorros veinteañeros, los unió en parejas por sus collares y colocó una tras la otra, enganchando las cadenas de los primeros a los segundos como perros en un trineo. Y las de los últimos sujetas a una silla volcada con el respaldo en el suelo, sobre la que su señor se puso de pie, y a cuatro patas corrían al rededor del patio azuzados por el chasquido del látigo que blandía en su diestra el dueño de los ágiles esclavos. Cuando detuvo la carrera, sin desengancharlos, ordeñó a los cuatro, uno a uno, recogiendo su leche en una copa para beberla paladeando despacio y relamiendo el borde de cristal. Después los soltó y se corrió en la boca de uno, mientra otro le comía el culo, un tercero los pezones y el cuarto besaba la boca de su señor.
También es digno de mención un jovencito aniñado de dieciocho años que su amo, gordo y peludo como un oso, lo subió desnudo a una mesa y poniéndose de rodillas con la frente sobre el mantel, las patas muy separadas y las manos esposadas al collar, ofrecía su ojo del culo a quien quisiese servirse de él para follarlo. Hay que decir que su dueño puso a su lado un plato lleno de condones, de uso obligatorio para joder a su perro, ya que no tenía previsto aparearlo esa noche. Así lo tuvo unas tres horas y cuando el agujero del chico echaba humo de tanto pollazo, se lo calzó a pelo su amo y lo preñó azotándole las nalgas como si fuese el más cabrón y díscolo de los cachorros. Seguramente lo castigaba por si en algún momento disfrutó con alguno de los que lo montaron, a pesar de que el chico ni se empalmó. Porque una cosa es que el señor lo pase bien ofreciendo a su esclavo y otra que el puto miserable se atreva a gozar como una zorra con un rabo que no sea el de su dueño.
Otro amo, fuerte y cuarentón, con dos estupendos esclavos en la mitad de los treinta, los puso contra una pared y con una chorra mediana, los penetró por el ojete sin parar durante casi una hora. Pero ni ellos ni él se corrieron porque para hacerlo, al dueño le gustaba que uno, con un cipote de talla extra, le diese por culo mientras se la chupaba al otro, tampoco mal servido, y los dos lefaron al amo. Al terminar les atizó un par de hostias en los morros, se sentó, y los volvió a poner a sus pies, enganchados por el pescuezo como una yunta de bueyes y pisándoles la cabeza.
A otro perro de esa edad, lo tenían espetado dos siervos, por delante y por detrás, al tiempo que su amo, grande y velludo, se la metía en el ojete al que le daba al chucho por el culo.
Manuel siempre decía que los perros ya en la treintena dan muy buen resultado si los domas con rigor y acierto. Y aunque los jovencitos sean algo más ariscos al principio, luego resultan muy maleables y los vas haciendo a tu medida y antojo. Por eso él los prefería como los suyos.
Un amo acompañado por tres esclavos, dos de unos treinta y el otro de veinte, se atiborraba de tarta usando la barriga del más joven como plato, e incluso su plátano como acompañamiento al postre. Y uno de los otros dos le comía el cipote cubierto de crema al dueño y el tercero le lamía el culo después de cubrirlo con chocolate líquido. Al final follaron los cuatro en una perfecta y pegajosa melé.
La variedad de etnias tipos y edades de los esclavos y el amplio abanico de perversidades de sus amos, consiguieron que aquella orgía fuese inolvidable en mucho tempo. Se habló de ella en calles, casas y bares y no quedó un amo que no comentase los atributos y belleza de los cachorros de Manuel.
Pero esa parafernalia sexual no estaba completa. En privado el anfitrión se lo montaba con sus perros, como él sabía hacerlo para dejar secas las bolas y gozarlos a tope. El y sus tres esclavos, bajaron a la cueva para jugar con el joven cachorro de capa negra y brillante, que, como un hermoso pájaro, esperaba en la jaula la visita del dueño, para que lo atendiese y le enseñase a cantar al compás del látigo. Ese afortunado muchacho iba a conocer en breve el afecto, el vicio, el abuso, la humillación, el placer y el dolor, pero nunca el desprecio de su amo ni de sus compañeros de perrera. Manuel los usaba como le daba la puta gana, pero los quería y siempre lograba que también se quisiesen sus perros entre ellos. El bienestar de sus esclavos era fundamental para él y no regateaba esfuerzos ni dinero para conseguirlo. En su casa todo debía ser perfecto, igual que exigía a sus esclavos ser unos perros fuera de serie. Unicos en su género. Y especialmente a Jul, que nunca le perdonaría el menor renuncio y le exprimiría el alma para diluirla en la suya.
Cada hora, cada minuto o segundo que transcurría, Manuel se prendía más en el halo del muchacho, que cual laboriosa araña había tejido en su entorno cayendo en su imperceptible tela letal. Se había prendado de Jul sin remedio y no cabía vuelta atrás.
Quien pudiera participar en una orgia semejante! Me correría de gusto antes de acudir, como esclavo, naturalmente, si alguien me invitara.
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