lunes, 13 de febrero de 2012

Capítulo 31 / La venganza

“Qué mejor lugar que el propio almacén del hijo de perra para darle un escarmiento que nunca olvidaría en su puta vida?”, dijo Manuel a sus colegas.
“Y cómo haremos para llevarlo hasta allí?”, preguntó el amo Tano. “Con un señuelo”, aclaró Manuel. Es decir, se trataba de tenderle una trampa y que el solito se metiese de cabeza en ella.
El médico dudaba de que picase el anzuelo, pero el otro amo, que lo conocía mejor, añadió que ese mierda era tonto de baba y ante la tentación de usar y joder a un muchacho no se resistiría y entraría al trapo encelado como un toro de lidia.

Y Manuel también había pensado en el cebo adecuado para atraerlo a su propia ruina. El doctor, alarmado, le preguntó si iba a exponer a otro de sus cachorros, y Manuel lo tranquilizó, puesto que eso sería una torpeza y le haría desconfiar. Por muy gilipollas que fuese el tío, le parecería raro que un amo como Manuel fuese a poner en peligro a uno de sus perros, dejándolo solo después de lo ocurrido con Geis.
Aunque nadie conocía aún la presencia de los imesebelen. Y el tipo se daría cuenta de la encerrona ya que ejemplares así no se encuentran a la primera de cambio en una calle.

Pero Manuel tenía sus recursos para solucionar ese problema. Desde hacía tiempo conocía a un chulito, que vivía en otro lugar, muy atractivo y buenorro y con bastante buena pinta, al que le había hecho más de un favor con la policía, y, a cambio de un razonable estipendio, estaría dispuesto a venir a la ciudad y servir de carnaza para pescar al tiburón.
Además el chico se las sabía todas y tenía conocimientos de artes marciales japonesas. Así que estando resuelto lo del bicho que le pondrían en el anzuelo, quedaba preparar la caza con el mochuelo y la captura de la jodida pieza de la mierda.

Irían con el chaval al bar que frecuentaba el marrano y el chulo sabía muy bien como entrarle por los ojos a un cabrón indeseable y llevarlo al huerto como a un cordero. Haciéndole creer, además, que quién arrastraba al chico a los matorrales, por la cara, era él.
Manuel y sus amigos esperarían fuera en el coche. Y en cuanto la cosa estuviese a punto les llamaría por el móvil para que se adelantasen al almacén destartalado y echarle el guante.

Y Manuel reservaba otra sorpresa, incluso para sus compañeros de aventura. Porque no serían ellos los que hiciesen el trabajo de esquilmar al cabrito, sino que en el lugar de los hechos estarían esperando para hacerlo a su modo, Adem y sus cuatro parientes.

Y la operación se puso en marcha un viernes por la noche, y otro amigo que conocía también a la pieza, le llamó para tomar una copa en el bar de marras. El resto sería cuestión de coser y cantar, una vez que el putito mercenario le echase el lazo y lo atase en corto por el cuello.
Y así fue. El chulo se paseó descarado ante los morros del puto mierda y viéndole babear como un becerro, se acercó frotándose el paquete y poniéndose de medio perfil para que se fijase mejor en su trasero, embutido en unos vaqueros rotos y descoloridos, que dejaban al aire la mitad de los calzoncillos. Por si eso no era bastante y para remachar la jugada, con una mano se levantó la camiseta, mostrando los cuarterones fibrados de su estómago y algo de vello púbico. Y el puerco ya le metió el hocico en los huevos, tocándole el culo por dentro de los slips, como un burro salido.

El chico a sueldo le dijo al fulano que le ponían los tíos duros y cabrones, que supiesen tratarlo como a una puta zorra, y antes de tres minutos ya lo invitaba a una copa. El chaval derivó la conversación a donde le interesaba para su objetivo y le dejó caer que era muy vicioso y buscaba un tipo que le rompiese el culo y le diese de hostias para enseñarle como debe comportarse una puta guarra cuando un macho la usa. Y que con poppers y algo de farla se ponía muy cachondo y era capaz de todo sin límites de ningún tipo. Y el palangre ya estaba lanzado para enganchar en el anzuelo al puto merluzo.

El maricón sin agallas, le dijo al chulo que si buscaba un tío dominante y que supiese como tratar a una cerda, que fuese con él y le arreglaría el cuerpo con una buena sesión de verga. Y si no cumplía como le gustaba, lo brearía a zurriagazos hasta que supiese lo que debe hacer una puta zorra para dar placer a un amo exigente como él. Y el engaño ya estaba preparado para cerrar el garlito con el pez dentro.

El chulo fue al WC e hizo la llamada, tal y como acordara de antemano con Manuel, y salió del bar acompañado del cretino. Subieron a un coche y el estúpido miserable se fue con el chaval a pasar la gran noche de placer al almacén abandonado. Pero nada más llegar, al chico le entraron unas repentinas ganas de cagar y se metió entre unas matas para hacerlo a gusto, sin darle tiempo al imbécil de agarrarlo por un brazos y meterlo en el galpón para darle caña desde el principio.

Y cuando quiso reaccionar, el muchacho ya no estaba. “La puta que lo parió!”, exclamó muy cabreado al no ver por ninguna parte al jodido chulo. Pensaba meterle la manguera por el culo y hacer que se cagase hasta en su puta madre, pero el pájaro había volado y estaba más solo que la una en medio de los escombros de su patético escondrijo.
Bueno eso era lo que creía él, pero le acechaban diez ojos negros, encendidos como brasas, que pronto iban a hacerle bailar la danza de los condenados al infierno.

Ni se dio cuenta que una sombra avanzaba hacia él sigilosamente y, cuando quiso reaccionar ya le había enfundado la cabeza en una saca negra, que rápidamente se la cerraron alrededor del cuello atándola con fuerza, mientras otras manos le sujetaban los brazos y las piernas.
Lo primero que pensó fue que el puto chulo le había engañado para robarle y ofreció el oro y el moro a sus incógnitos captores para que lo soltaran. Y como eso no daba resultado, pasó a las amenazas e insultos, pero todo era en vano. No podía imaginarse que estaba en manos de los imesebelen de Manuel.

El cebo había salido corriendo a toda pastilla y a medio kilómetro lo esperaba Manuel, con el automóvil del propio muchacho, para regresar a la ciudad y pagarle el resto de la pasta estipulada. En aquel lugar no quedarían más huellas que las cuatro ruedas del coche del pringado que iba a pagar por robar a Geis. Ya que Adem y los cuatro muchachos, también dejaron el cuatro por cuatro de su señor lo bastante alejado para no levantar sospechas.

Y dieron principio al escarmiento. Lo amordazaron por encima de la tela de la bolsa que cubría su cabeza y lo desnudaron para sentarlo en un cono de señalización de carreteras, clavándoselo por el culo apenas sin grasa. Se podía decir que aullaba pero los sonidos eran demasiado apagados para discernir tal sutileza. Luego lo colgaron boca a bajo por los pies y le pusieron tenazas en los pezones, retorciéndoselos como el pescuezo de un pollo para sacrificarlo. Y seguía emitiendo sonidos oscuros e incomprensibles.

Después, bajándolo hasta el suelo pero con los pies a media altura, le azotaron las plantas con seis varas de mimbre, una por cada verdugo, hasta que perdió el conocimiento.


Un golpe de agua fría lo reavivó y ya estaba atrapado en el mismo cepo que uso con Geis. Allí, como un condenado, le esperaba lo mejor de su castigo. Rompieron la saca por encima de su cabeza, pero sin destapar los ojos, y le afeitaron el poco pelo que aún le quedaba. Y a fuego le grabaron una a una las letras que formaban las palabras “cerda sumisa”. Y sobre el vientre, encima del pito arrugado de pánico, le escribieron “perra esclava”. Y para que no quedasen dudas, al final de la espalda le pusieron por el mismo sistema, “soy un cabrón”. Probablemente el dolor no le dejó apreciar la caligrafía de los hierros, pero las letras estaban muy bien escritas.

Para terminar, unos le refrescaron el cuerpo meando encima suya y otros lo hicieron dentro de su boca, obligándole a tragar.

Terminada la faena se marcharon, dejándolo tirado en el suelo arrastrándose como un gusano. Cuando logró soltar las ligaduras, rozando la cuerda contra un cristal roto, se vio solo, desnudo y hecho una puta mierda.

Nunca más fue a los bares ni nadie supo donde escondía su vergüenza. Y el terror a que viesen los letreros de su cuerpo, le obligó a no volver a tomar el sol en una playa. Aunque tampoco era para tanto, puesto que como esclavo le ahorraba a su dueño tener que marcarlo aún más. Y ya estaba clara su condición de perra y de zorra, que era como se sentía realmente, la muy puta.

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