Geis no podía haber desaparecido y Manuel tenía la obligación de buscarlo hasta en el infierno si ello fuese necesario. Besó a Jul, aspirando su aliento y su energía, y dijo: “Voy a buscarlo, Jul... Lo traeré de nuevo a casa y si el hijo de puta que lo robó lo ha herido o maltratado, más le vale no haber nacido porque voy a hacerle pagar por ello, multiplicado por mil... Mis perros son sagrados y estáis bajo mi protección, mi querido cachorro... Ahora mismo te montaría y te llenaría del fruto de mi cojones, pero antes debo encontrar a a mi cachorro perdido. Ahora lo prioritario es Geis, Jul... Lo entiendes. Verdad?”.
“Sí mi amo... Me dejas decirte que te quiero, señor?”...
“Ya lo has dicho, Jul. Ahora ya no hay remedio, así que no voy a reñirte por pensar por ti mismo, pero no abuses porque ya sabes que caerá sobre ti el castigo con toda la severidad necesaria... Y vete, que tengo mucho que hacer. O de lo contrario terminaría dándote por el culo sobre esta mesa... Y dile a Adem que venga”.
El sirviente entró en el despacho tan pronto como recibió el recado del señor y Manuel le dijo: “Adem, no hace mucho me hablaste de unos parientes tuyos de Africa, que podrían venir a servirme”. “Sí, señor. son unos jóvenes sanos, avispados y fuertes, enseñados para ser buenos cazadores de leones, señor”, contestó el criado. “Que edad tienen?”, preguntó Manuel. Y Adem dijo: “Veintipocos, señor. Aun son críos pero piensan como hombres ya hechos. En mi tierra tienen que crecer rápido, señor”. “Bien... Habla con ellos y encárgate de traerlos cuanto antes... Los quiero en mi casa como guardianes de mis perros. Esa será su misión... Nunca más volverá a ocurrir lo de Geis. Lo juró”. “No será fácil conseguir los permisos, señor”, advirtió Adem. “Que vengan como turistas y del resto me encargo yo... Pero tienen que estar aquí cuanto antes... Tengo muchas cosas que poner en orden una vez que encuentre a mi pobre cachorro... Y vaya si las pondré... Y si aquí no tienen leones para cazar, puede que haya algún cabrón hijo de puta al que tengan que echarle el guante encima”.
Manuel hizo varias llamadas de teléfono durante el resto del día y recibió otras cuantas de amigos con perros dándole pistas. Y, pasada la madrugada, una de ellas fue de su amigo el médico, que le informó sobre el presunto responsable de la desaparición del perrillo.
Efectivamente parecía tratarse del puto miserable con quien se cruzaron en el aparcamiento, según había averiguado el doctor, ya que el muy majadero había alardeado de ello en un puto bar de ambiente leather, riéndose como una hiena por su fechoría. Dicho sea con el máximo respeto para las hienas, que son animales bastante más listos que el susodicho individuo a tenor de su proceder.
El asunto era saber donde había escondido al cachorro e ir a partirle la boca y sacarle las muelas de entrada, al puto cabrón sin agallas para enfrenarse de cara a un amo, en lugar de robarle a traición a uno de sus perros ya enseñado y adiestrado. Porque tampoco era cosa de denunciarlo a la policía, puesto que estas cosas se ventilan mejor entre señores y entre ellos se ajustan las cuentas si es necesario.
Continuaron las pesquisas y por fin, con la luz del día, supo Manuel el lugar donde podría estar su infortunado cachorro. Al parecer el cerdo que lo secuestró, solía usar para sus sesiones un almacén abandonado a unos kilómetros de la ciudad, yendo por una carretera secundaria, y allí se desplazaron Manuel y su amigo el médico, acompañados del amo Tano y otro señor que conocía el sitio. Y cuando llegaron encontraron aquello desierto y vacío, pero a Tano le extrañó algo que vio en un rincón del suelo. Tirado en una esquina, mezclado con un montón de basura, salía un destello metálico. Y, que al revolver entre la mierda, resultó ser el candado que cerraba el collar de Geis, uniendo la correa colorada cortada en dos partes. A Manuel le dio un vuelco el corazón y se imaginó lo peor. No quería imaginar lo que habría sufrido su infeliz cachorro y casi no tenía fuerzas para continuar rebuscando entre escombros. Sus amigos lo animaron y todos se volcaron en el rescate del perrillo. Miraron y remiraron por todo hueco que encontraron y levantaron tablones y compuertas oxidadas, pero por ninguna parte había el menor rastro de Geis.
Lo que si había eran cadenas sucias colgadas de una viga, con restos de cera debajo. En otro sitio hallaron trozos de soga recién usada y manchada de manteca blanca y espesa. Estaba claro que allí se había abusado de alguna criatura y esa víctima seguramente era Geis. Pero donde cojones estaba el cachorro?. Qué pudo haber hecho con él el jodido cabrón que lo usó presumiblemente de la manera más infame?. Al amo del perrillo se le partía el alma con cada hallazgo, más no siendo el cachorro el objeto del encuentro.
El otro señor que conocía el sitio, recordó que había un cuarto camuflado en un muro y tanteó las paredes hasta que dio con la entrada del recinto oculto. Pero dentro sólo se veían artilugios de tortura, cadenas una cruz de madera, dildos de varios tamaños y formas, pinzas, varas, látigos y un amplio etcétera que no merece la pena enumerar. Todo un arsenal apropiado para las sesiones de adiestramiento de un perro, siempre que fuese propio y no robado por la fuerza a otro amo. Pero tampoco estaba Geis en ese zulo.
Se acercaba el medio día y no había resultados positivos en la búsqueda del muchacho. No habría más remedio que denunciar su desaparición a la policía por si acaso el asunto tomaba un cariz más lamentable. Y fue cuando de una especie de pozo al borde de una zanja, oyeron un gemido apagado, que les erizó el cabello y les puso en tensión todos los músculos del cuerpo. Corrieron al lugar y allí, con residuos de todo tipo, medio enterrado en el lodo sobresalía la cabeza ensangrentada del pequeño cachorro y parte de su cuerpo desnudo. Manuel no contuvo los nervios por más tiempo y rompió a llorar ante el tétrico espectáculo que ofrecía su perro oriental.
El médico le prestó al cachorro los primeros auxilios, pero aconsejó a Manuel que era conveniente trasladarlo a su clínica con toda rapidez para evaluar las lesiones y daños del cachorrillo. Sin pérdida de tiempo, lo envolvieron en una manta de viaje y salieron cagando hostias para la ciudad para curar al preciado muñeco que llevaba Manuel en sus brazos, gravemente lesionado por una bestia sin alma.
Con el traqueteo del coche, Geis abrió los ojos, ligeramente hinchados, y miró a su amo, diciéndole bajito: “Mi amo... No pude... defenderme,.. mi... señor”. “Calla y no te esfuerces... Mi cachorro... Tú también eres valiente como tus hermanos mayores, pero ahora descansa que pronto estaremos en casa todos juntos... Y tu amigo Aza te dará mucha leche, de esa que tanto te gusta... Toda la que pueda fabricar en esas dos bolas tostadas que tiene, el muy cabronazo”, le dijo el amo con cariño. Y una sonrisa iluminó los labios partidos y manchados de sangre seca del cachorro. “Seras puta, jodido!...Oír hablar de leche calentita y espesa y ya te animas... Menudo puto filipino estás hecho!”, bromeó Manuel al ver la cara de alegría de su perro, al estar protegido en el regazo de su amo y prometiéndole una buena dieta suplementaria de proteínas. Y el doctor añadió: “Eso le vendrá de maravilla para recobrar las fuerzas. Así que dale toda la que pueda tragar. Y ya sabemos que es muy glotón tratándose de ese tipo de alimento”. Y, quizás para rebajar la tensión, todos se rieron mirando al cachorrillo.
Después de una revisión a fondo, el médico informó al amo del perro que su estado no era tan grave, ya que no se apreciaban lesiones internas, pero le habían producido una fisura en el ano, tenía un hombro lesionado y golpes en la cara y varias magulladuras por todo el cuerpo, además del culo amoratado y lleno de cardenales y verdugones en la espalda. En cualquier caso habría que mantenerlo en observación por unos días.
En resumen, lo habían dejado hecho un poema irisado en tonalidades de mil colores, pero con vida, y eso era lo importante para todos. Y cuando estuviese mejor ya contaría lo que le había hecho padecer el hijo de mala madre de su secuestrador.
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