sábado, 21 de enero de 2012

Capítulo 25 / La pena

Adem no se equivocaba. Manuel creía necesario hacer justicia, puesto que la lucha había terminado en tablas entre los dos perros contendientes y además de no merecer la recompensa completa, debían pagar por no lograr un triunfo claro sobre el rival. El amo había dicho en su momento, que el vencido sería forzado a castidad por tiempo indefinido y condenado a la pena de cincuenta azotes que se ejecutaría de inmediato. Y se arrastraría por el suelo apoyándose en los codos y las rodillas mientras no le rehabilitase como semental en su perrera. Ciertamente tampoco se habían hecho acreedores a tales vejaciones, así que Manuel tendría que buscar una fórmula intermedia parecida a la del premio.

Y optó por los azotes solamente. Bom y Aza iban a ser azotados cincuenta veces cada uno con el rebenque. Esa sería la contrapartida que compensaría su empate en la pelea. Porque haber quedado a la par no podía considerarse como un triunfo a medias, sino como medio fracaso para los dos cachorros, y la lengua de la fusta lamería las nalgas de los dos, hasta dejárselas a rayas coloradas, a punto de romperles la piel del culo.

Y abrió el turno el más joven. Aza se colocó como le indicó su amo, sobre dos patas y con las manos apoyadas en una pared, arqueando la espalda y sacando el culo hacia fuera. Y Manuel comenzó la cuenta con un azote duro que cortó el aire y restalló sobre el perro como en las ancas de un caballo de tiro. Y siguió el resto, espaciados y lentos. Que la carne del cachorro pudiese apreciar mejor el ardiente dolor de cada trallazo. No podía gritar, porque por cada quejido recibiría dos correazos más, ni tampoco descomponer la figura y encogerse o dejar que le flaqueasen las patas traseras, puesto que entonces llevaría cuatro a mayores de los estipulados por su dueño como penitencia por no haber preñado a su contrario.

La frente de joven negro sudaba y perlaba todo su rostro, ya descompuesto por el sufrimiento del castigo, pero su pecho y sus brazos se tensaban con una sacudida por cada golpe que recibían sus glúteos, absorbiendo hacia dentro los gritos que su boca no podía proferir.

Adem, sabía cual era la verdadera intención de Manuel al flagelar a sus cachorros. Por un lado quería ser equitativo con ambos al cumplir sólo en parte lo que esperaba de ellos, pero también les iba a hacer purgar el haber tocado un trozo de su paraíso entrando con sus pollas en Jul. Y lo de menos era que el amo hubiese gozado con ellos, sintiendo un morboso e intenso estremecimiento al compartir los latidos y contracciones de sus miembros, al moverse acompasados y en un ritmo frenético, friccionando la paredes rectales de Jul.

Geis observaba a su héroe y se dolía con él, sintiendo en su alma los mismos fustazos que el amo le daba a su querido cachorro. Y Jul no demostraba ningún sentimiento aparente, porque entendía el proceder de su señor y presumía el estado de ánimo de Manuel después de follarlo con los dos cachorros. El había sido la copa ofrecida para que el triunfador vertiera su lujuria y así lo había permitido el amo, aunque no en solitario. Tuvo que ser en compañía de su dueño, penetrándolo al unísono con él. Le dejaron el culo abierto como nunca lo había tenido y vaciaron en él sus cojones colmándolo con el esperma de tres machos. El de su dios, que no fue el único que apreció Jul al dárselo, pero sí el que solamente admitió su mente, el de Bom, al que apreciaba especialmente como algo más que un hermano, y la extraordinaria lechada de Aza, a quien todavía no le había absuelto del todo por su intrusión en su mundo, en su vida y principalmente en la atención de su amo.

A Jul le estaba costando demasiado digerir que él no era el juguete exclusivo de Manuel y que éste podía rechazarlo o compartirlo con quién le diese la gana. No era nada y sólo pensar en que pudiese importarle a su señor más que el resto de sus hermanos de condición, era un pecado de vanidad no permisible e inaudito en un puto perro como él.

Y Manuel, que leía en sus ojos cual era el planteamiento mental de su cachorro, lo había humillado de ese modo y no dejaría de rebajarlo y arrastrar por el suelo el más recóndito atisbo de orgullo y dignidad que aún quedase en el corazón de su mascota. El amo quería a Jul desarmado y absolutamente vacío de presunción y pretensiones. Pero también lo amaba. Lo amaba por la grandeza que albergaba en su alma y la vehemencia al entregarse a su deseo. Lo amaba porque para Manuel Jul era la criatura más perfecta del universo. Y eso le obligaba a exigirle más que a cualquier otro ser sobre la tierra.


Aza, renqueante, volvió a su sitio junto a Jul y Geis y ahora le tocaba ponerse contra la pared a Bom. El mastín, casi desafiante, imitó al joven negro, pero separó más los cuartos traseros y ofreció mejor el culo para ser zurrado por su amo. Manuel no se contuvo en su afán por doblegar a su gran macho y le asestó una tunda que si sólo fueron cincuenta los zurriagazos el efecto fue de cien. Pero el cachorro los soportó con una sonrisa, sin delatar su quebranto, aunque empalmado, porque su mente se estaba follando otra vez al precioso capricho de su señor.

Bom revivía cada sensación y cada roce con el bello cuerpo de Jul y su verga recordaba la suavidad interna del muchacho, que le provocaron la más placentera corrida de su existencia. Para el perrazo habían sido los mejores minutos de su vida. Los más sublimes. El instante por el que uno podría dar su vida y justificar el hecho de haber nacido. Bom se estaba colgando de una quimera imposible que únicamente podría traerle desgracias. Se había enamorando perdidamente del cachorro preferido de su amo. Bebía los vientos por Jul a pesar de seguir adorando a su señor. El no entendía mucho de sutilezas, pero en su corazón había sitio para dos pasiones y dos amores ciegos. Su amo y señor, Manuel, cuyo sexo le hacía perder el sentido y flotar en el aire, y Jul, su hermano, su compañero, su amigo, que le disparaba la fantasía trasladándolo al mismo edén. Mas ese chico era el perro privativo de su dueño y ahí estaba su osadía y su sacrilegio si volviera a tocarlo con intención de darle por el culo otra vez.

Y con la misma decisión y firmeza conque fue al suplicio, regresó con sus compañeros con el culo echando humo.

Manuel, llamó a su lado a todos sus perros y, sin palabras, les pasó la mano por la cabeza, demostrándoles su afecto y el sentimiento paternal que le inspiraban en ese momento. Y dio por concluido el certamen con un gesto que les indicaba que podían irse con Adem. El sirviente agrupó a los perros y los condujo, sujetos por las cadenas a las respectivas perreras.

Esa noche Manuel prefirió dormir solo, pero mandó que todos los cachorros pasasen el resto de la noche atados en sus camastros y con sus cinturones de castidad puestos, para evitar el descuido inconveniente de algún perro sonámbulo, ya que no concebía malas intenciones por parte de ninguno estando despiertos.

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