La marca del amo encarnada en la entrepierna de Jul levantaba pasiones encontradas entre el resto de los cachorros de la casa.
Jul aprovechaba cualquier ocasión para exhibirla con vanidad ante sus hermanos de condición, separando bien las patas y elevando impúdicamente el culo delante de sus hocicos.
Podía parecer curioso, pero el que más envidiaba el hierro del amo en la piel, era Geis. El delicado cachorro, se veía discriminado frente a la mascota de su dueño y en su fuero interno necesitaba la atención de su señor y no sentirse olvidado por él, aunque fuese para marcarlo a fuego. Consideraba que aquella distinción suponía un privilegio para el otro cachorro, siendo mucho más nuevo en la casa que él. Ser el preferido del amo, lo cual ninguno de los perros podría cuestionar, es una cosa y otra diferente era negarle a los demás esclavos mostrar con orgullo el signo indeleble de pertenecer a un dueño y que nadie pusiese en duda que Manuel era su propietario.
Al joven negro ni se le pasaba por la cabeza el asunto y a Bom le entraban sudores en cuanto veía la cicatriz de la que tanto presumía Jul. Manuel había marcado a su mascota como algo excepcional y ni se planteaba volver a repetir la experiencia con el resto de su jauría. Es más. Después de usarlo con su mascota, le había pedido al amo Tano que destruyese el hierro para no caer de nuevo en la tentación de marcar a ningún otro perro.
Pero Adem no tenía demasiado claro que esa decisión del señor fuese la más acertada, teniendo en cuenta las circunstancias. Percibía tensión entre los cachorros, porque todos sin excepción le daban al sello del amo mayor importancia de la que aparentemente demostraban. Incluido el noble y fiel mastín. A él le asustaba la llaga y el dolor desconocido, pero no le importaría despertarse una mañana con la divisa de su señor puesta en el culo. Mejor que cerca de los huevos, no fuese que el amo se los quemase por accidente. Incluso su imaginación lo llevaba a verse defendiendo la enseña e su dueño en una pelea de perros, de la que él, por supuesto, sería el indiscutible vencedor. Sería como un adalid medieval luciendo las armas de su casa, pero en lugar de llevarlas en el peto o la cimera, él las airearía en una nalga, donde seguramente se fijarían más los espectadores, percatándose de paso del emblema.
Adem hizo hincapié al señor sobre el tema, pero éste pasó del asunto sin el menor comentario. Y lo que si hizo fue ir a mear, llevándose a Geis para sacudirle las últimas gotas en la boca y que le limpiase la chorra con la lengua. Pero, a pesar de las apariencias, no echó en saco roto las cabales advertencias del sirviente. Manuel, como buen amo, era muy sensible a los problemas psicológicos de sus perros esclavos y lo último que le faltaba era que tuviesen un trauma por llevar su puta marca en la piel.
De paso que estaba con Geis, Manuel le apeteció zurrarle y, aunque no era necesario, puso como excusa que le arañara el pito con un diente por no abrir bien la boca. Cosa, que de haberle rozado, sería más bien una caricia que un rasponazo. Pero al amo le preocupaba lo de la marca y los traumas que causase en sus perros y tenía que desahogar su mal humor en alguien y esa vez le tocó a Geis, porque estando a su lado tenía todas las rifas del sorteo.
El amo se sentó en la tapa de la taza del water y puso al perrillo de bruces sobre las rodillas y con un cepillo de madera con mango para cepillar el pelo, le marcó el nuevo testamento entero a base de golpes en el culo. Le dejó las nalgas moradas y con puntos de sangre. Pero después le dio pena el pobre cachorro y le dejó que le hiciese una mamada como en otros tiempos antes de la llegada de Jul. Y antes de correrse en la lengua del chico, lo puso contra la pared del baño y, agarrándolo por la cintura, se la metió por el ano alzándolo en vilo.
Le dio tantos vergazos por el culo, como azotes le había dado antes en los glúteos. Y Geis recordó como era el verdadero placer de ser poseído por su amo y no ser simplemente cubierto por otro esclavo, por mucha verga y potencia que tuviese. Su dueño no sólo le daba un gusto indescriptible dentro del recto, sino que lo llenaba de dicha y se elevaba con él en su orgasmo. Cuando el amo le sacaba la verga, se creía realmente preñado con su semen y apretaba el culo a tope para no dejar que se le escurriese por las patas perdiéndolo por el suelo.
Manuel terminó besando en la boca a su amanerado cachorro, que se retorció en sus brazos como en un melodrama antiguo del cine de Hollywood, protagonizado por Marlene Dietrich. Geis podía resultar cómico en ciertos casos, mas era su estilo de perfecta concubina sumisa y complaciente con su señor. Y hacía muy bien su trabajo a la hora de contentar a un macho exigente como Manuel.
Al volver con los otros cachorros, por la cara de Geis todos sabían que el amo le había dado por el culo y la zorra se regodeaba ufana aún trayendo las nalgas casi en carne viva como una mona. A Jul le faltaba tiempo para mirar a su amo reclamando su parte como un perro ansioso y Bom se hacía a la idea de que cubierta y llena la perra, le tocaría abstinencia y castidad hasta el día siguiente por lo menos. Al novato de la perrera le gustaba montar a Geis y prefería eso a que lo ordeñasen como a una ternera. Pero su problema es que el amo no lo dejase a palo seco con los cojones inflados, porque se le ponía un dolor de huevos que no lo dejaba enderezarse y estirar las patas. Todavía no lo castigara su dueño a llevar una jaula en el pene que le impidiese empalmarse, pero sí había visto a Bom jodido con ese aparato, apretándose las ingles para atenuar la presión de sus testículos amoratados por la leche acumulada en ellos. Para machos tan activos sexualmente como ellos, era el peor suplicio al que su amo podía someterlos. Y lo peor era que a Manuel le gustaba hacerlo con bastante frecuencia.
A Geis nunca le enjaulaba el pito, pero sí le ponía un cinturón con candado que incorporaba un pene de goma metido por el ojo del culo para que no lo follasen, pero que tampoco le dejaba defecar, hasta que a su señor le diese la puta gana de quitárselo y dejarle libre el esfínter para aliviarse de vientre. a Jul, si se lo ponía, era con las dos cosas. La jaula y el dildo. Vamos, que lo sellaba por ambos lados para que no hubiese dudas. Su castidad era total por delante y por detrás. Lo cierto es que Manuel no dudaba de la fidelidad de sus perros, pero lo hacía por joderlos de alguna manera y verlos padecer, sacrificados por una obligada templanza en el uso excesivo de los sentidos, sujetándolos a la razón, como dice el diccionario de la lengua. Es decir, les cortaba la libidinosa lujuria que los corroía a todas horas para que no se desgastasen tanto. Pero para él eso no contaba, por supuesto, y pronto se arrepentía de tener los pájaros y los culos de sus cachorros cautivos y los liberaba desatando una auténtica fiesta de sexo y otro tipo de castigos mucho más placenteros para él.
Y eso es lo que iba a hacer esa tarde. Una sesión, por todo lo alto, que encendiese a sus cachorros y les hiciese lanzar cohetes como en una traca de feria, para que olvidasen sus traumas y porque tenía ganas de darle alegría a su cuerpo. Qué carajo!.
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